JUGANDO

MORITOS Y CRISTIANOS

De Miguel Moya

La florista.- Tarde de mayo. El Rosario. Cuando terminan los rezos y cantos a María, unas niñas llevan al altar unos ramitos de flores. Hay una muy pequeñita, de carita gordita y coloreada que lleva trencitas rubias. (1) Los fieles - ha cogido de sorpresa - quedan suspensos, atentos. El sencillo hermano ayuda a la niñita que no alcanza a dejar las flores sobre el altar. Medio turbadita, medio sonriendo, baja la grada cubriéndose con los brazos la carita. Los hombres sonríen. Las muchachas esconden las risas.

Llena la iglesia un aire penetrante de fina inocencia. Parece como si la Virgen hubiera dado, a cambio de la ofrenda llena de gracia de las niñas, unos segundos de cielo.

El niño enfermo.- La pequeña figurita del niño enfermo, no hace apenas bulto en la cama del hospital. Es un morito casi rubio, de carita blanca y pelo rizadito. Duerme, con los bracitos fuera a lo largo del cuerpo y el biberón casi lleno, caído sobre el pecho. Cuando entro en la blanca habitación está sólo el padre.

las piernecitas consumidas. La piel ceñida dibuja los largos huecesitos.

Záhara, la niñita de Adakker.- Adakker es un puesto militar cualquiera, perdido en el interior de nuestra Africa. Záhara - acentúese rápida la primera a, aspírese la h - es una morita de carita ovalada, fina y de color moreno de blancuzco mate. Muy señorita y bastante orgullosita de su chilaba de rígida lana, nueva y gruesa.

La conocí una mañana de invierno en la puerta del puesto; quietecita, indiferente, al lado de los soldados. La regalé unos dátiles e intenté hacerme su amigo. La convidaba a merendar, luego el almuerzo y por fin hacía las dos comidas. Pero cuando terminaba se marchaba a su casa rápidamente. Así que para retenerla la traía antes. Le arrancaba sonrisas poniéndole el tarbux que arrojaba al suelo rápida, airadamente. Le poníamos para comer el mejor y único sillón del puerto, con unos almohadones para que llegara a la mesa. Al primer descuido se echaba al suelo y nos sonreía picarescamente, su sonrisa vencía, claro, y comía siempre sobre las esteras.

Era celosita. Unos días llevamos también a la casa, para darles algo, a otras niñas, peor vestidas, vulgares, pero muy sociables y simpáticas. No le gustó nada y cuando terminó se levantó rápida y se marchó. Desde entonces, cuando nos veía, se ponía aparte de sus amiguitas. Como toda mujer, era exclusivista; celosa de sus preferencias. Nos hicimos amigos, paseábamos cogidos de la mano y lloraba cuando yo la llamaba y en su casa no la dejaban salir.

Los pies los llevaba descalzos. Hizo frío; recordamos versos de Gabriela Mistral:

Piececitos desnudos de los niños

moraditos, azulados de frío…

Le compramos unas babuchas rojas - el azul es el color de los niños - y se las ofrecimos, una tarde, al pie de un argán, donde el padre descansaba de la siembra de tierra. El padre tenía aspecto distinguido, con su barba blanca, ojos leales y facciones un poco melancólicas.

Al día siguiente tropezaba y caía por falta de costumbre pero estaba muy contenta de su chilaba limpia y de sus babuchas, coloradas y relucientes.

La montaron en un burro y la llevaron a ver unos parientes.

Cuando se aproximaba el relevo me preocupó su suerte. Nos relevaba un compañero bueno, pero padre de muchos hijos. Sospeché tiempos de indiferencia para nenita. Con todo hice lo que pude. Le preparé el día del relevo una comida modesta pero el compañero se traía para acompañarle dos de sus hijos. La suerte de Záhara estaba echada.

El caballista casó con la hermana y me trajo recuerdos de la familia y de ella. Yo le he mandado un collarcito.

Pueden que, ahora, algunos que la localicen le hagan regalitos, o pueden que digan que mi bonita y predilecta Záhara.

- No sé qué habrá visto en ella.

Mustafita.- Larga y amplia sala de banderas de un campamento norte-africano. Tarde fría de noviembre. Arde la leña en la chimenea. El oficial de servicio, solo, se entretiene escribiendo. Un niño, un morito, lo observa atento, detrás del ventanal, con la naricilla en el cristal pegada. Cuando el oficial siente la mirada y levanta la vista, encuentra en la carita fea sin nariz, unos ojos pequeños que le miran muy fijos.

Se levanta, abre la puerta y se cuela el pequeño personaje. Tiene cara de niño viejo, quizás 5 ó 6 años pero por su estatura no pasa de los tres. Al entrar ríe y su cara fea y traviesa, se hace simpática y graciosa. Viste una andrajosa chilaba y nada más. Ni ropa interior ni babuchas. Se acerca a la lumbre mientras le preparan un poco de comida y café caliente. Duerme allí, sobre unas mantas, pero a la mañana no está.

No le ve más hasta el siguiente servicio. Ese día lo retiene y lo presenta a los compañeros. No le hacen mucho caso. Pero Mustafita le promete que va a venir todos los días. Empiezan a fijarse, es gracioso, listo y sabe darse a querer. Hace recados rápidamente . Para ello se prepara imitando un camión al ponerse en marcha; hincha los carrillos, hace los ruidos del caso y aprieta el imaginado volante.

Su ilusión son los coches. Por fin los oficiales se lo entregan en el relevo.

Algún tiempo después lo visten, le hace un uniforme completo y le compran botas.

Un compañero se lo lleva a vivir a la plaza. En los grandes desfiles es la mascota de la unida.

Un día su descubridor se lo encuentra en el parque. Mustafita pasea muy majo, con su uniforme y - rápido ascenso - brillantes galones de cabo. Se da importancia y simula indiferencia cuando pasa entre los grupos de niños que juegan. Su amigo estaba preocupado pensando cómo decirle que la quiere a una muchacha que conoce poco. El encuentro con Mustafa lo decide. Buscan una tienda de flores y compra un ramo de claveles. Una docena blancos, una docena rojos. No los hay mejores en la ciudad. Cruzan unas calles, Mustafita lleva el ramo. Al paso las mujeres lo miran atentas y sonríen. Mustafa está extrañado. Llegan a un zaguán. Su amigo garrapatea un nombre en un papel se lo da a Mustafa y le dice:

Una nazarena.- Hogar europeo y agradable; limpias las baldosas del suelo donde juega Margarita. Fina, pálida, pestañas muy largas. Es muy mimosa y casi triste. Cuando se cansa de jugar - el juego violento la hace reír -, se apretuja entre los brazos, sobre el pecho, apoya la cabeza en mi hombro y acerca a mi cara su mejilla. Así está mucho rato quieta.

No cansa ni cuando una y otra vez repite el mismo juego.

- Hazme un barquito…- pide…

Y así una, dos, tres veces…, hasta mil. A su callada y lejana gracia infantil la envuelve un halo de ternura femenil, inocente y suave.

Para saber más de Ifni http://www.izquierdo.net/ifni

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