CUENTECILLO SENTIMENTAL

Idilio en el Norte

de Miguel Moya

Iba menguando en la habitación la suave luz de la tarde. Nos habíamos quedado callados ganados por la calma de la luz que se marchaba acompañando el lento paso del tiempo de las horas solitarias. Era la hora propicia al despertar de los recuerdos o a la confidencia ajena al diario trajín de la vida.

Cuéntame - pedía a mi amigo -, algo de tu lejano vivir, de esos que a veces dejan una huella, un recuerdo bueno que nos acompaña siempre.

Comenzó a narrarme este cuentecito con voz tranquila que fue adquiriendo los tonos emocionados con los que se dice a veces - casi siempre a uno mismo - los ensueños frustrados.

Erase una vez…una pequeña aldea perdida en el Norte de Europa. En la llanura blanca que la rodeaba, tan solo los altos y silenciosos abetos con su ropaje verde y sus ramas flanqueadas de cristales de hielo, eran un poco presencia de vida. Hacía tiempo, era entrado el otoño, que la nieve había dormido profundamente a la tierra. Todo apagado, muerto, parecía que nunca habría de sonreír en aquel país una lejana primavera.

Ibamos hacia el pueblecito, buscando calor y descanso, un pelotón de soldados. La nieve blanda y el paisaje triste hacían la marcha fatigosa, lenta.

Un pequeño país de costumbres sencillas defendía sus hogares contra otro grande y ambiciosos como un deseo malo. Un grupo de españoles acudimos a la llamada de la guerra romántica. ¿Quién sabe en la historia de cada uno por qué estábamos allí? En cuanto, a mi, me había llevado todo lo que de ansia de aventuras, para lo bueno y quizás también para lo raro, se encuentra en el corazón de un hombre joven. Sobre todo la evasión de la vida rutinaria, monótona; tan despreciada entonces cuan aceptada hoy casi tranquilamente.

Anhelábamos la llegada. Las primeras casas que encontramos eran muy pequeñas, de los pajarillos. Es frecuente verlas en las cercanías de aquellos pueblos. Son casitas de madera como jaulas cerradas, colgadas muy altas en el tronco de los abetos. Allí pasan el invierno los gorriones. A veces con largas pértigas las descuelgan y les echan un poco de grano. El encontrarlas aumentó nuestra esperanza de hallar en el pueblo acogida buena, hogareña. Si cuidaban de que los gorriones tuviesen hogar tibio, era probable que nosotros tuviéramos suerte.

El pueblecito, partido por un río helado, alineaba sus casas de madera por ambas orillas. Me acogieron en una casa algo separada del pueblo.

Al llegar me metí en la cama. Llevaba varios días de catarro y fiebre. La habitación que me dieron debía ser la mejor de la casa. En medio la enorme estufa que no se abarcaba con las manos y que llegaba al techo. Paredes empapeladas, y sobre el doble suelo de madera, esteras de tejido. Las dobles ventanas separadas por un fondo de algodón animado por rojas flores de papel. Era agradable encontrarse, tendido en el lecho sin preocupaciones, en la sala de una casa campesina y amiga.

La "maty" - la madre - entra en la habitación. La arregla. Echa en la estufa gruesos troncos de leña. Luego se acerca a la cama, me mira sonriente y como preguntando. Le doy la gracias en su idioma. Es lo primero que se aprende en un país extraño. Es una mujer corpulenta de cara extraña, sana y curtida. Aún joven, pero las huellas de sufrimiento profundiza las arrugas de la cara. Ojos claros de un mirar leal pero triste.

A la tarde vienen a despertarme. Me traen leche y té. Acude toda la familia . La "maty", dos muchachas - una es una niña - y un muchachón joven.

Son buenos, sencillos, con cordialidad y deseos de agradar. Las muchachas son bonitas. Quizás, tan sólo, un poco gordezuelas las caras. Más ovaladas serían más lindas.

Con todo son muy agradables con su mejillas sonrosadas de piel finísimas y sus ojos azules.

Nos entendemos como podemos. Elena tiene diez años y se parece a la madre. Iván, el hombrón, sano como una manzana, 18; aún no ha ido a la guerra donde ya murió el padre y hay dos hermanos luchando. Espera que lo llamen. Esto es lo da a la "maty" cara cargada de sufrimiento.

Jugueteo con la pequeña. Elena, alegre y atrevida y pronto nos hacemos amigos. Tiene un pelo revuelto, cobrizo que le revoletea sobre unas facciones, quizás, para nena un poco duras. Es una niña desenvuelta y buena.

Aíno, es ya una mujer. Es más parada. Su pelo, recogido, más dorado. Sus ojos grandes de un celeste intenso tienen profundidades como un mar en calma. La boca pequeña de labios perfectamente moldeados. Parecía hecha con pétalos, agrumados, de rosas. Es una campesina que recuerda las "madonas" de los primitivos.

A los tres o cuatro días dejé la cama y me iba a hacer tertulia con la familia. Nos reuníamos en la cocina, especie de hogar de campana ancha y baja.

Hacían el té y yo ponía las provisiones de campaña: mantequilla, chocolate, azúcar… Fuimos tomando confianza. Era buena gente con ese fondo de cordial atención, propio de la gente sencilla. Les regalaba estampas religiosas y flores españolas que mis hermanas me habían puesto en los libros.

A Aíno le gustó después de muchos esfuerzos para que entendiera su nombre un "No me olvides" que llevaba en el Kempis. Ya sabes que esta florecilla seca se conserva muy bien.

Por las mañanas la acompañaba al pozo a partir el hielo para sacar el agua. Los días buenos íbamos al bosque a coger leña. Algunas tardes me enseñaba a patinar en la nieve sentados en unas sillas que se deslizan sobre largas y delgadas varas de hierro…

En ella aumentaba el deseo de agradar. Un día apreció sin el pesado abrigote que le hacia igual de la garganta a los pies. Se había puesto un jersey que le dibujaba la fina cintura y señalaba el pecho alto y firme.

Pocos días después me sorprendió con una bata de primavera blanca y rosa que dejaba al aire unos brazos hermosos de piel suave y tersa. No creo pecar de inmodesto si creí que aquello era una prueba de amor naciente. - Fuera hacía verdadero frío -

Pero si intentaba besarla suavemente se retraía. Sin saber aún de la sensualidad era de un recato sencillamente tímido. Tan sólo algunas veces me ofreció ligeramente los ojos y las mejillas.

Me enseño la casa. En el suelo de madera que era doble, se sostenía sobre estacas clavadas en el suelo, guardaban las provisiones para el invierno. Un cocido de leche con patatas era la comida cotidiana. Había estado varias veces en la cuadra grande sin encontrar la vaca. Me la enseñó. En un rincón, en una habitación pequeña y muy tibia la guardaban como en un estuche una alhaja. Era todo para ella. Tenían más, pero la guerra se las había llevado.

Le acercaba la orden de partida para el frente. Me fingía héroe pero no despertaba en ella admiración. Quizás la costumbre de ver pasar soldados ó que deseaba su cariño natural y sencillo. Lo que admiraba era mi cualidad de español. En cierta ocasión le dije - "Yo ahora morir" - "no - me contestó - tú no morirás. Volverás a Spany". - Lo decía con nostalgia de algo muy lindo con lo que había soñado mucho. Las cosas bellas de España habían estado muy con nosotros. Le enseñaban "fotos" familiares. Le gustaron mis hermanas, morenas y de expresión graciosa.

Le regalé emblemas e insignias plateadas. Ella en las veladas me había tejido ropa de abrigo.

La noche, víspera de la partida, le hice una fiesta. Nos reunimos todos los soldados del pelotón. Un coro de tres o cuatro asturianos cantaron sus canciones norteñas y las mexicanas que entonces comenzaban. Un muchacho malagueño, casi un niño, fandangos y alegrías. Le preguntaban quien le gustaba más. Ella, quizás por halagarme, me decía que el fino mucho andaluz que cantaba por bulerías.

A la mañana nos marchamos. La "maty" lloraba y me besaba como a un hijo. Elena vino a besarme muy temprano, cuando se dió cuenta de que nos íbamos llorando corrió a esconderse. Aíno no lloró. Me ofreció con sencillez sus labios jóvenes. Sus abiertos ojos azules parecían esperar.

Tuvimos poca correspondencia. Estaba prohibida con los pueblos cercanos al frente. Sin embargo halló la manera de hacerme llegar alguna esquela donde siempre figuraba el nombre de la flor del recuerdo.

Varios meses después conseguí un permiso. Anduve un día para estar unas horas con ella. Comenzaba el buen tiempo. Fuimos al bosque donde corría ya un fino aire de próxima primavera. El suelo estaba sembrado de pequeñas flores azules parecidas a las violetas. Los pájaros, abandonadas sus casas, se perseguían por el cielo.

Elena vino con nosotros pero decía era independiente y lo que quería era coger flores. A la vuelta nos entregó un ramo a cada uno, le sonrió a la hermana y corrió para la casa.

El idioma, el lugar de dificultad, simplificó las cosas. Tuve que convencerla de que no podíamos casarnos en Sevilla, porque….en España los novios no viajan solos. Lo haríamos pronto, en la aldea. Pareció conformarse. Era muy graciosa cuando mezclaba la sonrisa y el rubor. Después fue muy cariñosa.

Cuando volví al frente estaba movido. Había ataque. Durante varios días la línea indecisa, fluctuaba. Unas veces estábamos atrás rebasados, otras avanzábamos. Caí herido con una herida leve. Conseguí quedarme en el Hospital de campaña. Corrían malas noticias. La aviación enemiga que dominaba el aire bombardeaba a placer. A la población civil que no había huido se le había ordenado la evacuación, que se hacia desordenada. La Artillería y la Aviación arrasaban las carreteras. No pudiendo dominar la inquietud me escapé del Hospital, cuando llegué al pueblo estaba totalmente agotado. Lo encontré destrozado y vació. La casa de Aíno abierta y abandonada. En la cocina, en mi sitio, un libro de los dos idiomas y una estampa de una virgen italiana que yo le había dado y que se le parecía. En el reverso unas palabras - "rezo a la Virgen…pero que me permitirás no diga, y su nombre en español: Ana".

Me fui para buscar mi unidad. En el Hospital podrán decirme que podía andar y que hacía falta gente. Entonces era, cuando en realidad, estaba destrozado. El sueño que me había hecho vivir aquellos días se había roto.

El frente donde esperaba entregarme a la absorción total que produce la acción guerrera se había parado. Estaba tranquilo.

En él recibí, sin embargo, esa ternura varonil, sin palabras, de los buenos camaradas, que es la íntima delicadeza de los hombres en la presencia del pesar del amigo. Quizás la vida del soldado, en guerra, con su entrega al momento que pasa, sea la más propicia para calmar una sensibilidad sobreexcitada.

Hice cuanto pude por enterarme. Con mi uniforme de soldado llegué a las jerarquías superiores. Pero las noticias, cuando me las daban, eran cada vez peores. Nunca supe más de ella.

La noche ha tiempo reina en la habitación. Mi amigo con voz que desea tranquilizar termina su cuento.

Hoy todo es un recuerdo muy lejano. Pero todavía en alguna noche solitaria en que paseo entretenido mirando las estrellas, que quizás de una forma u otra veamos los dos. Sueño que Aino se salvó, que vive en algún pueblo finés y tiene un esposo sano y joven como su hermano Iván. Y unos lindos niños rubios de grandes ojos azules. Ya que los otros, graciosamente entreverados, no pudieron ser.

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