El mundo de las letras parece absorber por completo a Antonia, pues se mantuvo soltera hasta 1861, cuando contrajo matrimonio, en abril del mismo año, con el también poeta José Lamarque de Novoa (Sevilla 1828-Dos Hermanas 1904); ambos habían coincidido con anterioridad en revistas y libros. A partir de este momento, la biografía de la que pasó a llamarse Antonia Díaz de Lamarque es inseparable de la de su marido, y su esfera de amistades y relaciones es común, desarrollando una intensa actividad no sólo literaria sino también interesada en el mundo del arte, en particular de la pintura (el mismo José Lamarque fue pintor aficionado) y en el estudio de la historia sevillana, de sus tradiciones y leyendas. Fueron amigos de Valeriano Bécquer, que pintó dos retratos de los padres de José, además de uno de Antonia realizado entre 1860 y 1862, antes de su marcha a Madrid. Lamarque poseía además, al parecer, una serie de seis cuadros de personajes populares obra de Valeriano.
Una de las primeras ocasiones en que Antonia Díaz Fernández utiliza su nuevo apellido es en el volumen Tertulia literaria. Colección de poesías selectas leídas en las reuniones semanales celebradas en casa de Don Juan José Bueno (1861)7, donde, tras un interesante prólogo de Antoine de Latour, por entonces residente en Sevilla como secretario del Duque de Montpensier, se publican versos de los asiduos a la misma. En galante situación, la serie la abre Antonia Díaz, ya 'de Lamarque', seguida, entre otros, por Andrés Bello, Eduardo Asquerino, Julián Romea, el propio Juan José Bueno, Narciso Campillo, León Carbonero y Sol, José Fernández Espino, Fernando de Gabriel y Ruiz de Apodaca, Juan N. Justiniano, José Lamarque... En definitiva, lo más granado de la moderna escuela sevillana de poesía, además de algunos invitados, como Bello, tampoco ajenos a la trompa épica a lo Quintana y a otras maneras características de dicha escuela. Esta tertulia, celebrada en la casa del poeta, jurisconsulto y bibliógrafo Juan José Bueno sita en la calle Mármoles, se reunía con el deseo de alentar la permanencia de una escuela poética andaluza, heredera de las grandes figuras de los siglos XVI y XVII. Antonia Díaz se cuenta entre las pocas féminas que asisten a los encuentros.
A partir de aquí el matrimonio Lamarque se enlaza de forma continua en la prensa. Más aún, en los estudios sobre la poesía de la segunda mitad del XIX, marido y mujer aparecen unidos, como en su propia vida, escapando a otras clasificaciones, y sus rasgos poéticos se analizan al alimón. Es así en La literatura española en el siglo XIX, de Francisco Blanco García, o en el monumental ensayo de José María de Cossío, donde figuran bajo el epígrafe «Los Lamarque». El que ella utilizase el apellido Lamarque para firmar sus libros favoreció el establecimiento de esta especie de sociedad.
En cuanto a José Lamarque, hijo de francés y de trianera, es autor de una extensa obra poética de calidad desigual marcada por su admiración al estro poético de Zorrilla, Núñez de Arce y a los poetas clásicos. Repasar sus libros y poemas -y en esto coincide con los de su esposa, según comentaremos a continuación- es también revisitar el mundo literario del clasicismo sevillano y, más allá, también el de la oligarquía social y cultural andaluza de entonces. Empresario, dueño de un negocio de hierros y maderas, dedicado a la importación y exportación, fue cónsul del Reino de Nápoles, de El Salvador y, hacia 1880, del Imperio Austro-Húngaro. Figura, además, como socio del Ateneo y de la Sociedad de El Folk-Lore Andaluz y perteneció a la Academia de los Áreades de Roma (su sobrenombre era Ibero Abantiade), al igual que Antonia, entre sus pares Eufrosina Elísea. En coincidencia con su mujer, era un católico ferviente y activo, y, en el terreno político, un monárquico convencido, partidario de la restauración borbónica tras la caída de Isabel II, por lo que alcanzó la concesión de la Gran Cruz de la Real Orden de Isabel la Católica en 1876. Ambos extremos se atestiguan en la vinculación de los esposos a la sociedad «La Juventud Católica» y a su portavoz La Verdad Católica. Los poemas religiosos de Antonia Díaz son testimonio de su fe. Dedicó a este tema un volumen completo: Poesías religiosas (1889).
Mecenas y protector de artistas y escritores, Lamarque se cuenta entre los fínanciadores de la primera edición de las Obras
de Gustavo Adolfo Bécquer, en 1871, de la que se conserva un ejemplar
en su biblioteca. Ya en su vejez y fallecida su mujer, sigue en
contacto con algunos poetas jóvenes como el cordobés Enrique Redel, que
prologa su libro Remembranzas (1903), y con Juan Ramón Jiménez, a quien ofrece la composición «La galerna» de Desde mi retiro (1900). Éste le correspondió ofrendándole el poema «Nubes», de Almas de violeta, y le regaló su libro Rimas con la siguiente dedicatoria autógrafa: «A Don José Lamarque de Novoa. Cariñoso recuerdo de su admirador y amigo, J. R. Jiménez. Madrid 1902»
.
El
joven Juan Ramón Jiménez recuerda, en «El modernismo poético en España
e Hispanoamérica», su relación en Sevilla hacia finales de la década de
1890 con los escritores de la generación anterior, uno de los cuales
era Lamarque, en torno al Ateneo de la ciudad. Juan Ramón, deslumbrado
por la poesía de Rubén Darío (a quien había leído en las páginas de La Ilustración Española y Americana), habla a Lamarque del nicaragüense y cuenta que éste, sin conocerle, le pregunta si es «otro cursi»
, calificativo que, al parecer, merecían para él todos lo modernistas, e intentó desencantarle de imitar a «esos tontos del futraque, como Salvador Rueda»
1.
Por lo que escribe Jiménez, Lamarque le escribía casi a diario y le
animaba a seguir a los maestros del siglo XIX, y lo cierto es que este
influjo primero está en los inicios del moguereño.