En Rosa Capel, ed., Mujeres para la historia. Figuras destacadas del primer feminismo. Madrid, Abada Editores, 2004, pp. 27-55.
Mónica Bolufer Peruga (Universitat de València)
"Sabido es que la disputa sobre preferencia o preeminencia de los sexos es uno de los asuntos de conversación más comunes en la sociedad.Una vez que sostuve con particular calor esta disputa, quise referir después a mis hijas cuáles habían sido mis principales argumentos, y les escribí la carta que ahora doy al público...".
Estas son las palabras de inicio de una Apología de las mujeres publicada en 1798, uno de los textos críticos sobre la condición de las mujeres más notables del siglo XVIII español, cuya autora, sin embargo, ha sido hasta nuestros tiempos una total desconocida. ¿Quién fue esta Inés Joyes y Blake que firma la Apología, presentada como una "Carta de la traductora a sus hijas", acompañando a su traducción de una novela inglesa?. Tanto para sus contemporáneos como para las generaciones posteriores parece haberse tratado de un personaje oscuro. Las obras de referencia de las que solemos partir para aproximarnos a la figura y la obra de las mujeres de letras no proporcionan ninguna referencia sobre ella, incluso cuando aluden a su Apología (Serrano y Sanz, 1901; Díaz de Escovar, 1901; Aguilar Piñal, 1981-2000), y tampoco la portada de su obra contiene información alguna, ni se conserva entre la documentación de imprentas del Consejo de Castilla el expediente de la preceptiva licencia. El primer problema que se plantea, por tanto, es el de su identificación. En este sentido, algunos estudios recientes la han identificado con Inés Blake y Joyes, nacida en 1773 en Vélez-Málaga y hermana del célebre general de la guerra de Independencia y fundador del Estado Mayor del Ejército Joaquín Blake (Kitts, 1995; Bolufer, 2003). Sin embargo, tras la laboriosa indagación realizada en archivos, fundamentalmente en Madrid, Málaga y Vélez-Málaga, pero también en Cádiz y Segovia, los indicios parecen confirmar la hipótesis (apuntada por Pajares, 2000) de que la autora de la Apología fue su madre, Inés Joyes (y Blake por el apellido de su difunto marido), en 1798 una viuda de 67 años, nacida en Madrid y vecina de Vélez-Málaga.
Su vida, como la de tantas mujeres de su tiempo, sólo puede ser reconstruida hasta cierto punto, y ello a través, fundamentalmente, de su trayectoria familiar, en especial la de los hombres con los que convivió y se relacionó: su padre y hermanos, su esposo y sus hijos. Con la particularidad de que, en este caso, nuestra protagonista se crió en una familia en la que las figuras femeninas (las de su madre o sus tías) parecen haber tenido una gran importancia en la marcha de los negocios y las estrategias familiares y profesionales: mujeres resueltas, acostumbradas a actuar en nombre propio y en el de sus hijos, esposos o hermanos, a representar a la familia o la casa y a tomar decisiones. A partir de esos indicios, pretendemos en las páginas que siguen reconstruir su trayectoria vital y apuntar los ejes básicos de su texto, como anticipo de una investigación más amplia en curso sobre el personaje, su obra y su entorno familiar y social, en la que se basará una próxima edición crítica de la Apología. La articulación de los distintos espacios privados y públicos en su vida y su producción escrita nos servirá, finalmente, para realizar unas breves reflexiones sobre las posibilidades y límites de la relación de las mujeres con los ámbitos públicos de la escritura, la sociabilidad y la política en la España del siglo XVIII.
Inés Joyes nació en Madrid, en la calle del Clavel, el 27 de diciembre de 1731, hija de Patricio de Joyes, de Galway (Irlanda), e Inés de Joyes, natural de Nantes(2). Era la tercera hija del matrimonio, que contaba ya con dos vástagos y vería nacer todavía a otros tres(3). La historia de su familia proporciona algunas claves interesantes para aproximarnos al perfil intelectual y social de nuestra autora. De origen irlandés y católico por todos los costados fueron tanto su familia de origen como aquella a la que se vincularía por matrimonio. Aunque la presencia de refugiados irlandeses en España se remonta al menos a la segunda mitad del siglo XVI, fueron los acontecimientos de la revolución Gloriosa de 1689 y los fracasados intentos estuardistas por recuperar la corona en 1715 y 1745 lo que acrecentó la diáspora y le imprimió un carácter nuevo (Villar, 2000, pp. 247-248); a esta emigración política parece corresponder el caso de la familia Joyes o, al menos, así quedó establecido en la memoria oficial de la familia, como lo sugiere su testamento de 1806, en el que recuerda el origen católico y jacobita de sus ancestros.
Como muchas familias irlandesas afincadas en España, la suya perteneció al mundo de la burguesía de negocios que hizo fortuna en torno a la capital (centro indiscutible de la actividad bancaria) y también de las ciudades de la periferia (Málaga, Cádiz, Barcelona...), tanto en el ámbito de las finanzas, centrado en la Corte y bien relacionado con los círculos del poder, al que perteneció su familia de origen, como en el del comercio: la casa "Patricio Joyes e hijos", establecida en España en fecha incierta ("desde tiempo inmemorial", según un documento de 1804), fue una de las más poderosas firmas de banqueros, asentistas de la monarquía, accionistas y directivos del Banco de San Carlos desde su creación en 1781, mientras que su marido y uno de sus hermanos se dedicaron al comercio de exportación de productos agrarios(4). La familia buscó, como era habitual en la sociedad estamental del siglo XVIII y todavía en la sociedad de notables del XIX, consolidar su ascenso y éxito social a través de la obtención de la hidalguía y de hábitos de órdenes militares. Aquellos descendientes que no siguieron vinculados al negocio familiar encaminaron sus carreras o sus matrimonios hacia la milicia y la administración, dedicaciones habituales entre las clases medias y la hidalguía. Curiosamente, ninguno tomó estado eclesiástico, lo que revela una notable característica de esta familia: su vocación laica e ilustrada, que la vinculó a medios reformistas, primero, y liberales, después. Debió tratarse de una familia relativamente culta, que mantuvo, al menos durante las primeras generaciones (las de Inés y sus padres) el ambiente anglófono de sus orígenes, y que dio personajes de considerable talla intelectual, como la propia Inés, su hijo Joaquín o su nieto José.
El padre de Inés falleció en 1745, cuando ella contaba con 13 años, dejando a sus 6 hijos, menores de edad, bajo la tutoría de su esposa(5). Los testamentos y demás documentos notariales otorgados por Inés Joyes, madre, tras la muerte de Patricio nos la muestran como una mujer preparada para desenvolverse en el mundo de los negocios, atenta al establecimiento de sus hijos y el reparto de sus bienes y los de su marido, preocupada por preservar el futuro de la compañía comercial de la familia durante tres lustros, desde la muerte de su esposo en 1745 hasta la suya propia en 1759 o 1760(6). El modelo materno parece haber sido muy importante en la vida de la autora de la Apología y marcó muchas de las pautas por las que discurriría su propia existencia: como su madre, Inés sería una mujer culta, esposa de un comerciante, madre de una numerosa familia, viuda y tutora de sus hijos durante buena parte de su madurez.
En efecto, los documentos notariales firmados por la madre de nuestra autora nos permiten intuir una cierta cultura y formación, una familiaridad con el mundo y el lenguaje de los negocios y unos valores compartidos con los de su medio social: la importancia económica y simbólica de la casa comercial, el apego a la familia y a la comunidad irlandesa como espacios de solidaridad que permitían afrontar las vicisitudes personales y financieras, la relación con personajes influyentes (como Bernardo Ward, que fue su albacea testamentario)(7). También emerge de estos austeros documentos el apego al idioma de origen, el francés, del que podemos dudar si fue la lengua de comunicacióncon sus parientes y amigos (con mayor probabilidad lo serían el inglés o el castellano), pero que sí debió ser la lengua preferida de sus lecturas y escritos personales(8). Por último, y aunque, mujer de su tiempo, no pudo sino compartir las nociones generalizadas sobre los distintos papeles que correspondían a hombres y mujeres, y en ese sentido encaminó sus esfuerzos a conseguir la colocación de sus hijas a través del matrimonio y de sus hijos en los negocios o la milicia (con especial consideración hacia aquellos descendientes varones que continuarían la empresa familiar), en sus disposiciones se manifiesta una solidaridad femenina. La de mujeres que se sentían obligadas por los lazos familiares muy especialmente con aquellas parientes de su sexo con menor fortuna o cuyo destino dependía del suyo propio: en el caso de Inés, su hermana religiosa en Francia, una prima carnal que vivía bajo su techo o sus hijas y nietas, a todas las cuales distinguió en sus testamentos con legados particulares.
Muchos de estos rasgos, como veremos, se repetirán en la vida de su hija Inés, la autora de la Apología. Apenas sabemos nada sobre su etapa juvenil. Lo desconocemos todo, entre otras cosas, acerca de la educación que recibieron Inés y sus hermanos y hermanas, más allá de lo que puede deducirse de sus escritos (que muestran dominio del inglés y una escritura correcta y fluida y sugieren amplias lecturas e inclinaciones ilustradas) y de las prácticas que eran habituales en su medio social. Las familias de la burguesía mercantil y financiera concedían una notable importancia a la educación de los hijos como medio para prosperar en los negocios y consolidar su posición social (Villar, 1982 y 1997). Sin embargo, mantenían acusadas diferencias entre la formación de los varones, más cuidada, que solía incluir el aprendizaje en casas comerciales de parientes, en ocasiones en el extranjero, y la de las mujeres, mucho más limitada y encaminada a incrementar su valor en el mercado matrimonial. Por lo común ésta se reducía a la enseñanza de la lectura, la escritura y una aritmética básica, a las que solían unirse saberes de "representación" como la música o las lenguas extranjeras, todo ello a cargo de preceptores particulares (Villar, 1997). El primer testamento de Inés Joyes, madre, otorgado el 29 de abril de 1746, apenas meses después de enviudar, sugiere que compartía ese aprecio, general en su medio, por la educación, al establecer que no se deduzca de la legítima de sus hijos los caudales invertidos en su formación en España y Francia, sin entrar, no obstante, en mayores detalles sobre la instrucción que recibieron sus cuatro hijos varones y sus dos hijas(9). Tan sólo un poder para testar otorgado por estas últimas en favor de su madre el 17 de abril de 1748, única ocasión en que Inés, a la sazón una adolescente de 16 años, aparece en primera persona en los documentos, sugiere, a través de la caligrafía impecable e incluso ornamentada de su firma, que pudo gozar de una educación esmerada(10).
En Madrid debió residir Inés hasta los 20 años. La ciudad por entonces conocía una época de relativa apertura de costumbres propiciada por la influencia de la dinastía borbónica y el incipiente dinamismo social, de la que dan fe tanto los indicadores económicos como los testimonios literarios, y que se plasmaba en el incremento del consumo y la difusión de nuevos hábitos sociales como el cortejo, los paseos, visitas y tertulias (Martín Gaite, 1972; Bolufer, 2003a). Es muy posible que Inés participara, en cierto grado, de esas reuniones, en su casa o en otras de su entorno social, aunque su edad y su condición de joven burguesa debieron mantenerla alejada de las tertulias más prestigiosas de carácter aristocrático y erudito, como la celebrada en el palacio de la duquesa de Lemos, la Academia del Buen Gusto, presidida entre 1749 y 1751 por la marquesa de Sarria, o la tertulia en casa de Agustín de Montiano (a la que estuvo vinculada, por ejemplo, la escritora Margarita Hickey).
En 1752, la siguiente noticia acerca de ella es la de su próximo matrimonio y su traslado a Málaga, del que nos informa una carta de dote otorgada por su madre en esa ciudad(11). El marido, Agustín Blake, pariente suyo por vía materna (hijo de una hermana de su abuela) y socio de su tío Diego, era un hombre de 33 años, al parecer ambicioso y emprendedor, que se benefició de las conexiones de su familia y de las estrategias habituales entre la burguesía de negocios: el aprendizaje comercial junto a sus parientes (concretamente su tía, y tía abuela de su esposa, Isabel Brown), el matrimonio consanguíneo y endogámico con una mujer, como él, de ascendencia irlandesa, prima suya, y cuya pertenencia a una poderosa familia financiera de Madrid le sería de gran utilidad para ampliar su capital y extender sus contactos mercantiles y sociales. Dos cantidades recibidas de manos femeninas, el capital donado por su tía y socia comercial en agradecimiento por sus servicios (225.000 reales de vellón) y la cuantiosa dote de su esposa (180.000 reales), hecha efectiva por su suegra, constituyeron sin duda una importantísima aportación a sus negocios(12). Años después, hacia 1753, ha constituido su propia compañía comercial, "Agustín Black y cía", y aparece como una figura relevante del comercio malagueño.
Tras el matrimonio, la pareja se estableció en Málaga, en la parroquia del Sagrario, en una zona de la ciudad céntrica y próxima al puerto, donde existía en el siglo XVIII una particular concentración de residentes de origen extranjero; cinco años más tarde, se trasladaron al barrio en expansión de San Juan, un movimiento espacial que era a su vez signo de prosperidad económica y ascenso social (Villar, 1982). En algún momento entre 1764 y 1771, la familia cambió su residencia a Vélez-Málaga, donde desde los años 60 Agustín mantenía negocios. Vélez-Málaga era por esas fechas una pequeña ciudad que, gracias a la prosperidad propiciada por el activo comercio de exportación de productos agrarios y la explotación de ingenios azucareros, había comenzado a experimentar una notable expansión y un dinamismo social y urbanístico. Su aislamiento geográfico como enclave de interior se vería paliado a lo largo del siglo XVIII por la intensa actividad de su puerto (Torre del Mar) y por la mejora de sus comunicaciones terrestres con Málaga. Seguía siendo, no obstante, una ciudad provinciana de reducidas dimensiones y acusado carácter religioso, militar y burocrático (Montoro, 2000; Pezzis, 2003).
Es posible que Inés y su familia conservaran casa en la ciudad de Málaga, donde tenían al menos una hacienda de campo al Este de la ciudad, en dirección a Vélez, y donde los negocios debieron requerir con cierta frecuencia la presencia de Agustín. La pareja tuvo 9 hijos, 4 mujeres y 5 varones, y mantuvo estrechas relaciones con su familia de origen, en particular con la de procedencia de ella, los Joyes, vínculos renovados y fortalecidos a través de gestos de confianza como la designación en calidad de albaceas testamentarios o testigos de documentos notariales, o el apoyo en la colocación profesional y matrimonial de los hijos(13). También se relacionó ampliamente con sectores influyentes de la sociedad: miembros de la burguesía de negocios, en particular de origen irlandés, o de los estamentos profesionales y funcionariales.
Inés enviudó a los 51 años, tras 30 de matrimonio, al fallecer su marido en Málaga el 16 de junio de 1782. Tras la muerte de Agustín, es posible que residiera a caballo entre Vélez-Málaga y Málaga, e incluso que realizara alguna visita a la Corte, donde vivían sus hermanos. Como viuda, hubo de ocuparse intensamente de los intereses familiares, interviniendo en pleitos por herencias y negociando los matrimonios de sus hijas e hijos, todos ellos solteros a la muerte del padre, enlaces que se verificaron siguiendo las pautas habituales de endogamia social y de origen, dentro del grupo de la burguesía de negocios y de la comunidad irlandesa.
En su nuevo estado, desde su residencia en Vélez-Málaga o en sus desplazamientos a la ciudad, Inés Joyes pudo conocer el creciente dinamismo económico, social y cultural de Málaga, que a partir de los años 1780 experimentó un nuevo impulso mercantil, el establecimiento de instituciones comerciales y reformistas como el Consulado Marítimo Terrestre, la Sociedad Económica de Amigos del País o la Aduana Nueva e iniciativas de mejora urbanística como la ampliación del muelle y la apertura del espacioso y elegante paseo de la Alameda. No se le conocen, sin embargo, actividades públicas. Hasta donde podemos saber, Inés Joyes no tuvo relación alguna con las Sociedades Económicas de Vélez-Málaga, fundada en 1783, o de Málaga, establecida en 1789, ninguna de las cuales se cuenta entre las que, como la Matritense, establecieron en su seno Juntas de Damas (tras un intenso debate al respecto), ni entre las que, al modo de la Aragonesa o la de Jaén, rechazaron o evitaron plantearse la creación de un cuerpo integrado por señoras, pero admitieron a algunas mujeres en su seno (López Martínez, 1987; Montoro, 2000). Tampoco encontramos su nombre entre las socias de la Asociación Filantrópica creada en 1796 por un grupo de damas malagueñas, nobles y burguesas, para asistir a los niños incluseros de la ciudad, según el modelo de beneficencia ilustrada iniciado por la Junta de Damas de la Matritense (Real Orden, 1796). Es verosímil, sin embargo, que participara en reuniones y tertulias, y que su propia casa constituyese un enclave de sociabilidad cultural en la pequeña ciudad de Vélez-Málaga: un testimonio en este sentido lo proporciona el viajero inglés Joseph Townsend, que en 1786, durante su recorrido por el Sur de España, se alojó "bajo el techo hospitalario de la Sra. Blake, hermana de mi banquero, el Sr. Joyes", mostrándose complacido "por haber estado tan bien alojado y haber gozado de una sociedad tan agradable" (Townsend, 1962, p. 17). En su Apología de las mujeres, en efecto, Inés Joyes aludirá a su participación activa en conversaciones, revelándose como una aguda observadora de la dinámica de las relaciones sociales.
La propia Apología revela también que fue una lectora asidua y bien informada de las novedades de su tiempo. Sin embargo, la abundante documentación notarial explorada no nos permite precisar en mayor medida sus lecturas o las que fueron propias de su entorno familiar, puesto que en ella no se incluyen inventarios de bienes que permitan reconstruir bibliotecas. En la medida en que los comerciantes extranjeros actuaba a veces, aprovechando sus contactos mercantiles, como intermediarios en la importación de libros, es lícito suponer que los Blake-Joyes pudieron conseguir, por sí mismos o mediante sus amigos y conocidos, libros ingleses o franceses. Del mismo modo, parece lógico imaginar que Inés Joyes conociera algunas de las publicaciones propiciadas por la eclosión económica y social de la ciudad, como el Semanario erudito y curioso de Málaga (1796-1800), periódico de corte netamente ilustrado y reformista que dedicó numerosos artículos a la reforma de las costumbres, la crítica moral, la educación o el matrimonio.
Como viuda, debió llevar una vida discreta hasta su muerte, en fecha incierta, pero no anterior a 1806. El 16 de octubre de ese año, su último testamento otorgado nos la presenta próxima a los 75 años y diciendo gozar todavía de buena salud, pero en una situación económica un tanto comprometida por la quiebra comercial de su esposo(14). Esas últimas disposiciones nos permiten completar un tanto los trazos de su mentalidad e inquietudes. En ellas aparece como una mujer de religiosidad ilustrada, que, a diferencia de lo habitual en su tiempo, no escoge un hábito religioso para ser enterrada, ni fija el lugar preciso en el que quiere descansen sus restos, y que ordena de forma explícita que se rehuyan pompas y ceremonias en su funeral. También como cabeza de familia preocupada por el reparto de sus bienes, que realiza de forma igualitaria entre sus hijos, y por el comportamiento moral de éstos, a quienes exhorta a la buena conducta y el entendimiento mutuo.
Más interesante resulta el cuidado con que dispone el destino de algunos efectos personales, indicativo del valor simbólico que tenían para ella y de la consideración que le merecían algunas de las personas de su entorno, en particular de una solidaridad femenina extensible a las servidoras de la casa. Así, mejora modestamente a su hija Inés, en atención a sus escasos medios económicos, lega ciertos objetos a su criada durante más de dos décadas y se preocupa de cumplir la voluntad de otra antigua criada, ya fallecida, respecto a una imagen religiosa que ésta le dejó en herencia. No hay ninguna mención a los libros que, sin duda, debían existir en la casa, nada que deje entrever a la apasionada lectora que Inés Joyes debió ser. En cambio, destaca la presencia de un objeto singular muy vinculado al pasado familiar, un cáliz de gran antigüedad y de origen irlandés, que atesora el recuerdo de casi dos siglos de historia familiar y de historia de Inglaterra, siendo testimonio de las vicisitudes que determinaron la emigración de sus ancestros desde Irlanda y de los estrechos vínculos simbólicos que sigue manteniendo con su lugar de origen. Al describir con detenimiento el aspecto y procedencia de ese objeto precioso, Inés se constituye en guardiana de la memoria genealógica de la familia, legado que aspira a transmitir a sus descendientes.
No es mucho, pues, lo que podemos saber acerca de la vida de Inés Joyes y Blake, aunque la reconstrucción de su entorno, en la que trabajamos, y que aquí apenas hemos esbozado brevemente, arroja alguna luz sobre su perfil intelectual y social. La suya nos aparece como una vida relativamente oscura, alejada desde su juventud de la Corte, foco de las principales tertulias y de la inmensa mayoría de las publicaciones en el siglo XVIII, donde residieron las más célebres damas ilustradas de su tiempo. Su posición social y los escenarios en los que discurrió su existencia la alejan, en efecto, de aristócratas como las duquesas de Osuna y Liria, las condesas de Montijo y Lalaing o la marquesa de Fuerte Híjar, en cuya vida intelectual la escritura fue con frecuencia una actividad que combinaron con el mecenazgo, la organización de conversaciones y actos literarios y artísticos en tertulias y salones y la participación en asociaciones reformistas como la Junta de Damas de la Sociedad Económica de Amigos del País. El caso de Inés Joyes se aproxima más bien a la experiencia de vida de otras escritoras, como Josefa Amar (1749-¿), Margarita Hickey y Pellizzoni (c. 1740-1793), Mª Gertrudis de Hore (1742-1801), Josefa Jovellanos (1745-1807), Mª Rosa Gálvez (1768-1806) o Francisca Ruiz de Larrea (1775-1838), de extracción burguesa o hidalga, que se desenvolvieron en otros círculos y buscaron otras formas de reconocimiento. Y precisamente el hecho de que una de las más atrevidas y vehementes reflexiones sobre la condición de las mujeres escrita en el siglo XVIII surgiese de la pluma de una mujer de vida discreta y provinciana, cargada de obligaciones familiares, como tantas otras de su tiempo, demuestra que el pensamiento crítico sobre esta cuestión, lejos de limitarse a un estrecho círculo aristocrático o erudito, pudo brotar de la confluencia entre la experiencia de vida ordinaria y una formación ilustrada heterogénea y autodidacta.
Esta mujer de escasa o inexistente vida pública tomó en 1798 (o quizá años antes) la más pública de las decisiones: dar a la imprenta un atrevido ensayo, y hacerlo con su propio nombre, a modo de legado moral e intelectual. La Apología de las mujeres se publicó acompañando a su traducción de la novela Rasselas, príncipe de Abisinia, del inglés Samuel Johnson, aunque sin mencionar el nombre de éste, ocupando así su traductora, implícitamente, la posición autorial. El hecho de que apareciese como apéndice a una obra traducida, a modo de una "Carta de la traductora a sus hijas" y dedicada a la duquesa de Osuna, Mª Josefa Pimentel, son estrategias que revelan el cuidado con el que Inés Joyes dio el paso de comparecer en público, siempre comprometido para las mujeres de letras, quienes debían acomodar su actitud como autoras, sus formas de escritura, el tono y género de sus obras, a un conjunto de convenciones sobre la modestia esperada de su sexo (Goldstein y Goodman, 1995; Bolufer, 1998 y 2003).
La Apología se inscribe en una larga tradición, la del debate de los sexos, que tanto en España como en Europa había cobrado relevancia e intensidad particulares en el siglo XVIII, como la propia autora advirtió. En nuestro país, la publicación en 1726 de la "Defensa de las mujeres" del P. Feijoo había suscitado una amplia polémica, a la que sucedió en la segunda mitad del siglo, en particular en sus décadas finales, una auténtica avalancha de obras sobre la naturaleza, la moral y la educación de las mujeres(15). Entre 1775 y 1787, la controversia desatada a propósito de la admisión de damas en la Sociedad Económica Matritense supuso, al mismo tiempo, una culminación y un punto de inflexión de ese debate, con la relevante participación de una ilustrada, Josefa Amar, que escribió a tal efecto en 1786 un Discurso en defensa del talento de las mujeres y de su aptitud para el gobierno y otros cargos en que se emplean los hombres (Demerson, 1977; Bolufer, 1998, cap. 8, y 2003b). La discusión retomó los principales argumentos, viejos y nuevos, que había venido desplegando en el siglo XVIII el debate sobre la distinta "naturaleza" moral, intelectual y sentimental de los sexos y sus respectivas funciones, para plantear abiertamente cuáles debían ser, en lo práctico tanto como en lo simbólico, los espacios y las responsabilidades sociales que cabía asignar a hombres y mujeres en los proyectos del reformismo y en su imaginario social. Y finalizó, como es conocido, adscribiendo a las mujeres a formas específicas de participación social, limitadas a aquellas tareas "propias de su sexo", como la beneficencia o la educación.
La década de los 1790 representó en Europa una radicalización del discurso crítico y de las demandas prácticas de las mujeres. El nuevo clima revolucionario propició la eclosión en Inglaterra de un feminismo vinculado al radicalismo político de signo democrático y a la disidencia religiosa de corte racionalista, representado en la figura de Mary Wollstonecraft (Taylor, 2003). En Francia, la revolución transformó drásticamente la vida política, cuyos presupuestos y condiciones debían definirse ahora desde los principios de igualdad y libertad, dando lugar así a un debate sobre la ciudadanía en el que las voces de las mujeres, como Olympe de Gouges (Déclaration des droits de la femme et la citoyenne, 1791), y la de algunos revolucionarios ilustrados, al modo de Condorcet, exigieron para ellas los nuevos derechos políticos y civiles proclamados por la revoluciónb (Sledziewski, 1993). En Prusia, el debate suscitado a propósito de la reforma del código de Federico II fue la ocasión para que filósofos como Theodor von Hippel o Amalia Holst propusieran el mejoramiento civil de las mujeres, frente a quienes, desde planteamientos rousseaunianos, defendían una idea de lafeminidad ligada a la esfera privada y doméstica, y de lo político como ámbito exclusivamente masculino (Pérez Cavana, 1994).
Sin embargo, la Apología de Inés Joyes no se ocupa en absoluto de la relación de las mujeres con los espacios políticos, de forma consecuente con la experiencia de vida de su autora, alejada, como hemos visto, de todo protagonismo público, y con el contexto de la Ilustración española, en la que la discusión a ese respecto quedó limitada a la polémica en el seno de la Matritense y el debate político, en general, se produjo en sordina, contenido dentro de los cauces de un reformismo alejado de planteamientos revolucionarios (Bolufer, 2003b). En la línea de otros escritos publicados por esos años, como el Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres (1790) de Josefa Amar, o las adiciones de Mª Rosario Romero a las Cartas de una peruana de Mme de Graffigny (1792), sus preocupaciones y su aportación giran más bien en torno a las desigualdades que atravesaban la vida de las mujeres en el ámbito privado y en los espacios sociales: la familia, la educación, las relaciones amorosas y de sociabilidad, la opinión o la escritura.
Su texto revela una personalidad madura y reflexiva, experiencia vital, un acusado sentido práctico y un amplio bagaje de lecturas. Aunque apenas cite explícitamente al P. Feijoo, sus alusiones a temas de gran actualidad sugieren que era buena conocedora de los escritos educativos, morales, filosóficos e incluso médicos de su tiempo. Asimismo, se advierten en su texto algunos ecos de mujeres contemporáneas como Josefa Amar o Mary Wollstonecraft, cuya Vindication of the Rights of Woman (1792) Inés Joyes pudo leer en inglés o bien conocer a partir de su versión francesa, reseñada en 1792 por el Diario de Madrid (6 a 9 de septiembre).
La Apología es un ensayo de tono vehemente que tiene como ideas centrales la profunda convicción en la capacidad moral e intelectual de las mujeres y la denuncia del carácter desigual que tienen las normas y los valores sociales para uno y otro sexo. Se dirige tanto a convencer a los hombres de la injusticia del trato que otorgan a las mujeres como a exhortar a éstas para que, abandonando una dependencia moral y sentimental degradante, cobren conciencia de su propia dignidad y actúen en consecuencia. Aguda observadora de las costumbres de su tiempo, esta mujer con mucha vida a sus espaldas denuncia la retórica galante y aduladora que preside las relaciones sociales y amorosas entre los sexos y que a su juicio encubre la escasa consideración en que se tiene a las mujeres:
“No puedo sufrir con paciencia el ridículo papel que generalmente hacemos las mujeres en el mundo, unas veces idolatradas como deidades y otras despreciadas aun de hombres que tienen fama de sabios. Somos queridas, aborrecidas, alabadas, vituperadas, celebradas, respetadas, despreciadas y censuradas” (p. 177).
En ese sentido, reprocha a los hombres que asedien constantemente con sus palabras y sus actos la modestia y contención sexual que ellos mismos exigen a las mujeres. Y anima a éstas a tomar en sus manos la responsabilidad de constituirse en sujetos morales e intelectuales plenos y de contribuir a la transformación de los comportamientos y los valores sociales:
“Yo quisiera desde lo alto de algún monte donde fuera posible que me oyesen todas darles un consejo. Oid, mujeres, les diría: no os apoquéis; vuestras almas son iguales a las del sexo que os quiere tiranizar. Usad las luces que el Creador os dio; a vosotras, si queréis, se podrá deber la reforma de las costumbres, que sin vosotras nunca llegará. Respetaos vosotras mismas y os respetarán; amaos unas a otras; conoced que vuestro verdadero mérito no consiste sólo en una cara bonita, ni en gracias exteriores siempre poco durables, y que los hombres luego que ven que os desvanecéis con sus alabanzas os tienen ya suyas. Manifestadles que sois amantes de vuestro sexo, que podéis pasar las horas unas con otras en varias ocupaciones y conversaciones sin echarlos de menos...” (p. 204).
En una prosa fluida de estilo ensayístico, imbuida de un tono vibrante y polémico, Inés Joyes revisa los principales temas y argumentos que constituían a finales del siglo XVIII el debate de los sexos. Lo hace mostrándose como una mujer con experiencia, madre de familia y persona acostumbrada a una cierta vida social, y como una lectora crítica, que no tiene reparos en manifestar su desacuerdo con las opiniones más frecuentes en su tiempo. Se ocupa, así, en primer lugar, y como muchas de sus contemporáneas españolas y europeas, de la controvertida cuestión del “entendimiento” o la razón de las mujeres, que, aspecto central de la llamada "querella de las mujeres" (la discusión sobre la capacidad moral e intelectual de las mujeres desde la Baja Edad Media), había adoptado en el siglo XVIII nuevos perfiles. Frente a la tendencia más extendida en su época, que, evitando hablar de inferioridad, concedía, sin embargo, a las mujeres una razón disminuida, Inés Joyes defiende la igualdad de la razón en ambos sexos y, aunque acepta que hombre y mujeres tengan inclinaciones distintas y distintos cometidos sociales, se rebela contra los argumentos que distinguían y jerarquizaban sus aptitudes morales e intelectuales (pp. 179-180).
Como buena burguesa ilustrada, se muestra profundamente preocupada por la educación y critica, en particular, la formación de las mujeres de su tiempo y su clase,basada en cultivar las apariencias y las artes de agradar (pp. 183-187). Era esta en el Siglo de las Luces una censura frecuente entre reformadores y moralistas de distinto signo, unidos en la defensa de una educación "útil" que enseñara a las mujeres a cumplir con unos cometidos domésticos redefinidos de forma más amplia y exigente en esta época. No obstante, la crítica de Inés Joyes se distancia aquí de las propuestas más habituales. Lejos de limitarse a lo estrictamente utilitario, desaprueba también una educación corta de miras y excesivamente restringida a lo doméstico, y, con otras autoras de su época, desde Mme. de Lambert o Mme. d’Épinay a Josefa Amar, contempla el estudio como fuente de satisfacciones para las mujeres, deteniéndose en glosar el placer del conocimiento y de la conversación instructiva y racional (p. 203).
Del mismo modo que exhorta a las mujeres a hacer un uso activo y decidido de su razón en aras de su satisfacción personal, Inés Joyes las invita también a cultivar la amistad y las relaciones entre ellas (pp. 187-189). Entra de ese modo en un tema recurrente en la literatura moral y filosófica desde el humanismo, la reflexión sobre el valor de la amistad, considerada como un sentimiento desinteresado y excelso, y el debate sobre si las mujeres eran capaces de desarrollarla en sus formas más elevadas. En el siglo XVIII, una opinión muy extendida consideraba que en las mujeres la fuerza del amor maternal y conyugal restaba intensidad a otro tipo de afectos distintos de los familiares(16). Contra ella, Inés Joyes afirma la disposición de su sexo para la amistad e invita a las mujeres a hallar otros espacios y formas de relación, entre ellas y con los hombres, distintos de los afectos domésticos que la literatura sentimental de la época presentaba como los únicos que les eran dpropios, una preocupación que encontramos también en los escritos y en la vida de otras mujeres del siglo, como las francesas Mmes. de Lambert, Châtelet o Épinay.
Y es que una característica notable del ensayo de Inés Joyes lo constituye su distancia con respecto del lenguaje sentimental que a finales del siglo XVIII impregnaba, en toda Europa, la literatura y los estilos de vida. Un discurso que presentaba una imagen particularmente idealizada de la familia como ámbito de expansión de los sentimientos más nobles y satisfactorios, el amor hacia el cónyuge y los hijos, identificándola, en el caso de las mujeres, como el único espacio de sus responsabilidades y su realización personal(17). Frente a esa imagen recurrente, que revestía en los escritos de la época los tintes más amables, ella ofrece un panorama más severo, y probablemente más realista, de las expectativas y posibilidades sentimentales de las mujeres. Visión que, aunque comparte con muchos de sus contemporáneos la convicción en la importancia de la familia como institución social y educativa, la exigencia de recta moralidad y la desconfianza hacia el amor, imprime a estos temas habituales un enfoque particular, sin duda condicionado por su experiencia como mujer y por la observación de los problemas cotidianos en las relaciones familiares y amorosas. Así, Inés Joyes desaconseja a las mujeres el amor como una pasión peligrosa, que presenta riesgos particulares en su caso por la importancia acordada a la reputación en su sexo y por su fragilidad, que la convierte en blanco fácil de rumores y maledicencias (pp. 190, 195). Rechaza, por tanto, los amores extraconyugales y esa relación entre amorosa y formal establecida entre un caballero y una dama casada, conocida como cortejo, aunque lo hace, contra lo más habitual en la crítica de costumbres de su tiempo, que presentaba ese vínculo como una "tiranía" de las mujeres sobre sus adoradores, culpando en mayor medida al hombre seductor, e instando a la mujer a liberarse de una sujeción tan incómoda como inmoral (pp. 190-191).
Para Inés Joyes, el matrimonio y el ámbito doméstico son para las mujeres un lugar en el que les corresponden particulares obligaciones, deberes que ella misma hubo de asumir a lo largo de su vida como casada y viuda, y que valora como respetables, útiles y necesarias para la sociedad (p. 181). Sin embargo, aunque defiende la familia como pieza esencial del orden social y espacio de educación de los futuros ciudadanos en los valores ilustrados, no la presenta como el ámbito exclusivo de realización sentimental para las mujeres ni recurso fundamental para su felicidad. De hecho, en sus reflexiones, en contraste con la imagen de perfecta armonía propia de la literatura del sentimiento, el matrimonio y la familia aparecen como un ámbito de relación cotidiana en el que menudean las tensiones y conflictos. Mujer madura, esposa y viuda, madre de familia experimentada, Inés Joyes conoce bien, por experiencia propia o ajena, el día a día de las relaciones familiares; sabe, y así lo expresa, como lo hiciera pocos años antes Josefa Amar, que las expectativas al contraer matrimonio no siempre se ven realizadas. Y observa con cierta amargura que a las mujeres, cuya existencia está limitada a ese horizonte, les es más difícil encontrar compensaciones a los sinsabores domésticos que a los hombres, que disponen de otras ocupaciones y otros espacios de sociabilidad en el ámbito público (pp. 191-194). En este sentido, defiende otras opciones para su sexo. Por una parte, argumenta (como también hiciera Josefa Amar), la dignidad y utilidad social de las mujeres que, por decisión propia o por imposición de las circunstancias, no han contraído matrimonio (p. 192), como sabemos que fue el caso de algunas en su propia familia. Y, asimismo, invita a las mujeres, casadas o no, a cultivar su entendimiento y a encontrar en el uso de la razón, en la amistad entre ellas y en las relaciones sociales en un círculo escogido otros motivos de satisfacción (p. 190).
Inés Joyes admite así, hasta cierto punto, la diferencia y la desigualdad en la distribución de espacios y responsabilidades entre los sexos. Sin embargo, la rechaza indignada en el plano de las normas morales, que desea más equilibradas. En este sentido, denuncia, como hemos visto, la paradojaconsistente en exigir a las mujeres una intachable modestia y contención en sus comportamientos, comprometidas, sin embargo, por los intentos de seducción de los hombres y por la frivolidad con que éstos cuestionan la reputación femenina con rumores y maledicencias (p. 177). Con un grado mayor de atrevimiento, y con una claridad absolutamente inusitada en su tiempo, pone en evidencia la doble moral sexual implícita en el discurso médico y, por extensión, en la sociedad de su tiempo, que culpaba severamente a las madres si no se adecuaban al perfil de la madre doméstica y rousseauniana, plenamente dedicada a sus hijos, y toleraban, en cambio, las infidelidades sexuales de los hombres (pp. 200-201). Un ejemplo particularmente vívido de algo que Inés Joyes captó y denunció con gran lucidez: que los discursos aparentemente más objetivos y científicos no aplicaban a ambos sexos los mismos raseros de razón y moralidad. Realidad que en otro lugar, al denunciar la Historia que, escrita por hombres, hace invisibles a las mujeres, expresó con estas palabras: "como los hombres están más expuestos al teatro del mundo, salen a luz muchas acciones suyas que, aunque en las mujeres las hay igualmente heroicas, como no interesan al público, quedan sepultadas en el olvido" (p. 188). Difícilmente podría expresarse con mayor claridad y concisión una doble evidencia: la del sesgo genérico que revisten, de manera con frecuencia inconsciente, formas de conocimiento que, como la Historia o la Ciencia médica, aspiran a la objetividad, y la del desigual reparto de los espacios públicos y privados, que condicionan grados muy distintos de visibilidad de mujeres y hombres como agentes sociales y protagonistas del devenir histórico. Dos realidades que Inés Joyes experimentó en su propia vida y sobre las que articuló una reflexión que nos sigue sorprendiendo por su lucidez.
La vida de Inés Joyes y su breve pero interesantísima obra ilustran las posibilidades, las paradojas y los límites de larelación con las mujeres con los espacios y las actividades públicas en la España del siglo XVIII, a la vez que nos inducen a reflexionar sobre la propia definición de esos ámbitos. Más allá de la habitual identificación de lo privado con lo doméstico, con el mundo de puertas adentro, de la familia y los sentimientos, y de lo público con el ámbito de la política, la existencia y la reflexión intelectual de esta mujer de letras, como las de otras de sus contemporáneas, discurrieron en espacios cuyo significado resulta más complejo y ambivalente.
Por una parte, en el terreno de la familia, entendido como un ámbito de significados múltiples: espacio de aprendizaje, lugar de solidaridades y apoyos diversos entre parientes, estrechamente vinculado a un mundo de los negocios al que las mujeres (aun sin participar directamente en él de forma activa en la mayor parte de los casos) no fueron ajenas en su experiencia cotidiana (como herederas, albaceas, tutoras...), con un papel decisivo en las estrategias familiares y sociales de colocación profesional, transmisión del patrimonio y alianzas matrimoniales, y en el que desempeñaron también un rol importante en la conservación de la "memoria genealógica" o el recuerdo del origen.
Por otro lado, en ciertos espacios públicos, como son los de la escritura para la publicación y la sociabilidad intelectual. En ese sentido, la toma de palabra de Inés Joyes, una mujer ajena a los más brillantes y elitistas círculos aristocráticos, muestra la ampliación de las posibilidades de presencia femenina en la "república de las letras" en el siglo XVIII. Pero al mismo tiempo, la forma en que dio a la prensa su obra (acompañando a una traducción, bien arropada por la dedicatoria a una ilustre dama, y vertida en la forma respetable de una carta a sus hijas), así como la nula repercusión que ésta parece haber tenido en la opinión y la crítica literaria de su tiempo y posterior, nos sitúan ante las dificultades de esa relación. Como la mayoría de mujeres de su tiempo, incluso de condición acomodada e inquietudes culturales como ella, Inés Joyes no participó en ninguno de los espacios públicos y formales de la sociabilidad ilustrada: literarios, artísticos y eruditos (como las Reales Academias), o bien de orientación reformista (como las Sociedades Económicas y las instituciones de beneficencia). Ello confirma el carácter muy reducido que tuvo la presencia femenina en estos espacios: excluidas totalmente de algunos, admitidas en otros a título de excepción, sujetas a la tutela de los varones o relegadas, en fin, a competencias "propias de su sexo". Y recuerda que el debate político sobre laparticipación de las mujeres en los espacios donde se formaba y expresaba la nueva opinión pública ilustrada, aunque en él se dejaran oir voces, como las de Josefa Amar o Ignacio López de Ayala, que reclamaban su acceso en términos de igualdad, evidenció finalmente, en su resolución, los límites del reformismo ilustrado, que sólo la admitía como una colaboración específica y subordinada. Su presencia fue más intensa, sin embargo, en otras formas de sociabilidad informal entre lo privado y lo público, tertulias y conversaciones que tuvieron un importante papel en el cambio social y cultural de España entre los siglos XVIII y XIX, en las cuales participó la propia Inés Joyes y donde, según su testimonio, el debate de los sexos constituía un tema de interés y polémica.
La vida de la autora de la Apología, que transcurrió en su mayor parte en una pequeña ciudad de provincias, es, en sus trazos generales, una vida convencional, la de tantas mujeres que, ajenas a los más renombrados focos intelectuales de su época, participaron de la modernización de la cultura y los hábitos en la sociedad española del siglo XVIII y contribuyeron significativamente a la formulación de un pensamiento crítico sobre la condición de su sexo. Mujeres como Josefa Amar, Mª Gertrudis de Hore o Mª Rosario Romero, que, desde ciudades relativamente abiertas y cosmopolitas como Málaga o Cádiz, e incluso enclaves de vida social menos brillante, como Zaragoza o Vélez-Málaga, estuvieron en contacto con el debate cultural de su tiempo. Y partiendo tanto de sus lecturas como, sobre todo, de su propia experiencia, de sus vivencias familiares y de relación social, desarrollaron perspectivas críticas sobre la condición de las mujeres que, más allá de las profundas diferencias culturales y políticas, muestran semejanzas con las formuladas en el resto de Europa en el siglo XVIII.
Por todo ello, la Apología de las mujeres, profundamente enraizada en su experiencia personal, y podemos pensar que en unas vivencias compartidas con las mujeres de su tiempo y su medio y con sus contemporáneas escritoras (a algunas de las cuales pudo conocer), constituye una manifestación pública en la que se articula una crítica particularmente lúcida de las desigualdades, no en el ámbito político, sino en los terrenos privados y sociales de la moral, las relaciones, la educación y el matrimonio. Su aportación pública a lo que lo que podríamos llamar una "política de lo privado", constituye, así, su principal legado.
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(1) La investigación de la que este trabajo constituye un avance se inscribe en el marco del proyecto Cambios culturales y transformaciones en la vida de las mujeres en España (ss. XVIII-XX), CICYT-Instituto de la Mujer, 87/2001.
(2)AHN, Calatrava, exp. 308. Se trata del expediente de ingreso de Joaquín Blake y Joyes, el más célebre de sus hijos, en la orden de Calatrava, en el que se incluyen copias de diversos documentos acreditativos de su limpieza de sangre y origen hidalgo, entre ellos la partida bautismal de su madre.
(3) Véase la abundante documentación incluida en el expediente de Calatrava citado, así como numerosos documentos notariales custodiados en el Archivo Histórico de Protocolos de Madrid (AHPM), por ejemplo los protocolos nº 15591 a 15598, del escribano Julián López Criado.
(4) AHPM, 21002, f. 281.
(5) AHPM, 15593, fols. 47r-49r.
(6) AHPM, diversos documentos incluidos en los protocolos 15593 a 15597.
(7) Véanse los distintos testamentos otorgados por Inés Joyes, madre, desde 1746 a 1759: AHPM, 15593, ff. 57r-62r; ff. 10r-11r; 16344, ff. 649r-650v; 15596, ff. 8r-10v ).
(8)El 20 de octubre de 1760, los albaceas declaran su fallecimiento y hacen saber que, antes de morir, dejó escrita de su puño y letra en francés, que queda protocolizada e incorporada a sus últimas disposiciones (AHPM, 15596, ff. 14r-v).
(9)AHPM, 15593, ff. 57r-62r.
(10)AHPM, 15594, ff. 111r-112r y 113r-114 r respectivamente.
(11)Archivo Histórico Provincial de Málaga (AHPMa), Hermenegildo Ruiz, leg. 2614, ff. 142r-143v.
(12) AHPMa, leg. 2614, ff. 116r-117v.
(13) Testamento de Agustín Blake en 1782, incluido en AHN, Calatrava, exp. 308.
(14)AHPMa, leg. 3498, ff. 646r-651v.
(15) Los perfiles del debate ilustrado sobre la diferencia de los sexos se analizan detenidamente en Bolufer (1998); concretamente, la polémica feijoniana en cap. 1, la controversia filosófica de la segunda mitad de siglo en cap. 2, y los debate en el ámbito de la educación, las apariencias, la ciencia médica y la vida familiar, en caps. 3-6.
(16) Bolufer (1998a). Idea expresada, por ejemplo, por Antoine-Léonard Thomas en un famoso ensayo, traducido en castellano en 1773 con el título de Historia o pintura del talento, costumbres y carácter de las mugeres en los diferentes siglos.
(17) Morant y Bolufer (1998).