Reproducción del artículo: Calvo Poyato, José. La revuelta de córdoba de 1652. La Revista de la Historia, nº 65. Madrid. 2004. Tomado de http://www.islamyal-andalus.es/index.php?option=com_content&view=article&id=6853:la-revuelta-de-crdoba-de-1652&catid=61:andaluces&Itemid=152 Página vista el 23 de Enero de 2012
Acuciados por el hambre, los cordobeses se amotinaron en 1652, en protesta contra la presión fiscal y los acaparadores de grano. JOSÉ CALVO POYATO recrea las frenéticas jornadas que vivió la ciudad y analiza el movimiento espontáneo, que carecía de organización y meta definidas EL MOTÍN DEL HAMBRE
En Andalucía, los
años cuarenta del siglo XVII fueron tiempos de dificultad y
malestar. La conjura del duque de Medina Sidonia y del marqués de
Ayamonte, en 1641, al socaire de los levantamientos catalán y
portugués, no fue capaz de aprovechar esa corriente de malestar, que
estaba a flor de piel entre las clases populares, para sus fines de
sublevar Andalucía contra la autoridad de Felipe IV. El problema, a
pesar del estrepitoso fracaso de aquella conjura nobiliaria, no hizo
sino intensificarse a lo largo de los años siguientes.
Las
causas de ese malestar fueron varias y algunas de ellas no habían
cesado de crecer con el paso del tiempo. Una climatología
caprichosa, en la que se alternaban períodos de sequías con épocas
de grandes aguaceros, tan dañinos para la agricultura como la falta
de agua, hizo que el hambre apareciese por tierras andaluzas con
mayor frecuencia de la que era habitual. La dureza de la imposición
fiscal, cada vez mayor como consecuencia de la voracidad con que la
Corona exigía recursos, era también una importante fuente de
inestabilidad. La venta de bienes baldíos, propiedad de la Corona,
en los que muchas familias menesterosas obtenían importantes
elementos para su subsistencia —recolectaban setas, espárragos y
otros frutos silvestres, obtenían leña para sus hogares y eran
lugares donde podían pastar algunos animales de su propiedad—
había generado una oleada de protestas, en las que se recogía el
rechazo a aquellas medidas. El papel sellado, obligatorio para dar
validez a cualquier documento público, era también objeto de una
repulsa generalizada. La llegada de jueces ejecutores para cobrar los
atrasos en los impuestos ordinarios y extraordinarios, utilizando
para ello la amenaza y la extorsión, era tan temida en las
poblaciones como si de una epidemia se tratase. También la dureza en
las exacciones que, en los lugares de señorío, practicaban muchos
de los señores generaba un adecuado caldo de cultivo para ese
malestar creciente.
El estrago de la peste
A
finales de la década vino a sumarse la aparición de un terrible
epidemia de peste que causó estragos entre la población, además de
afectar gravemente a la economía del reino de Córdoba, que en
muchos lugares quedó paralizada como consecuencia de la
incomunicación impuesta por las medidas sanitarias de aislamiento y
la cuarentena a que quedaban sometidos los lugares contagiados. Baste
señalar que la peste causó en la capital cordobesa unas 13.000
víctimas sobre una población que rondaría los 40.000 habitantes;
es decir, que acabó con la tercera parte de la población cordobesa
entre 1648 y 1650.
Ante este panorama, no debe extrañarnos
que, cuando en 1645, don Luis de Haro, a la sazón valido de Felipe
IV, tras la caída del conde-duque de Olivares, acudiese al reino de
Córdoba en busca de subsidios con los que socorrer las mal trechas
arcas de la Real Hacienda, sus gestiones quedasen limitadas a la
ciudad de Bujalance porque, con las noticias que recibió del estado
en que se encontraban los ánimos, optó por no aparecer por otros
lugares. Todo apunta a que la decisión del valido fue prudente, ya
que en los años siguientes hubo algaradas, protestas e incluso algún
motín en diversos puntos de la geografía cordobesa. Así ocurrió
en Montemayor, en Espejo, en Luque o en Carcahuey, y, sobre todo, en
Lucena, donde el malestar de la población contra el marqués de
Comares, titular del señorío, por los numerosos abusos que éste
cometía contra el vecindario, había dado lugar a diferentes
protestas. Bastó con que a comienzos de 1647 apareciesen por la
ciudad varios jueces ejecutores y otros ministros con la pretensión
de cobrar un servicio extraordinario de 8.000 ducados, a repartir
entre los vecinos, para que el pueblo se amotinase y los cobradores
tuviesen que buscar refugio en el convento de los padres
franciscanos. Los amotinados asaltaron la cárcel y pusieron en
libertad a dos hombres que habían sido presos por decir a un juez de
éstos que sería un cabrón quien pagare. La situación llegó a tal
extremo que el marqués hubo de prometer que se suspendería la
cobranza del impuesto, pero como los lucentinos no se fiaban,
exigieron que fuesen rotas las cédulas reales en las que se ordenaba
el cobro. También fueron destruidas todas las existencias de papel
sellado, todo un símbolo de la presión fiscal. Sin embargo, nada
parecía detener el ímpetu desatado entre los amotinados que
intentaron asaltar el convento donde los cobradores habían buscado
refugio, por lo que éstos fueron sacados de allí de forma
subrepticia para poner a salvo sus vidas.
“Oigo el ruido y
el griterío”En una carta que el marqués de Comares escribía a la
Chancillería de Granada, poniendo en conocimiento del alto órgano
judicial aquellos graves sucesos, señalaba: “Desde mi aposento
oigo el ruido y griterío que anda por las calles y, a juicio de los
que me han asistido, que son los vecinos de más obligaciones, será
el número de la gente acuadrillada más de 500 hombres, todos gente
trabajadora, y algunos con las caras tiznadas para no ser
conocidos.”Sucesos parecidos a éstos tenían lugar en otros
lugares de Córdoba. Las noticias que se tenían en Madrid de todo
ello dejaban una profunda preocupación, por cuanto los temores
apuntaban a un levantamiento en Andalucía por que en otras partes,
como en Granada o en Sevilla había un ambiente tan enrarecido como
el que se respiraban en tierras cordobesas. El Consejo de Castilla
informaba al rey de que la causa principal de aquellos movimientos
era lo insoportable del peso de los tributos. En opinión de dicho
Consejo, la situación se veía tan negra que era imprescindible
actuar con prudencia y cautela y, aunque no se aludía al
levantamiento catalán y portugués, tal vez por no herir la
sensibilidad regia, se hacía referencia al movimiento de las
Comunidades de Castilla cuando se indicaba a Felipe IV: “Enviar
ahora un alcalde a Lucena para que la castigue, que es el remedio
ordinario, sólo serviría para encender más el fuego, porque, sin
duda, se habría de precipitar esta ciudad y convocaría la ayuda de
otros lugares”, como sucedió en Castilla en 1521. Se recomendaba
escribir al marqués de Priego y al conde de Cabra, dominios
señoriales próximos a Lucena, agradeciéndoles el esfuerzo que
realizaban por mantener la quietud pública en sus lugares
respectivos.
Carestía y hambruna
En la
primavera de 1652 la situación en la ciudad de Córdoba era
preocupante: a las pérdidas humanas y económicas ocasionadas por la
epidemia de peste, se añadía ahora la falta de trigo por la grave
sequía sufrida en 1651, que había tenido como consecuencia la
pérdida de la cosecha. Aunque, al parecer, la cantidad de grano
existente no justificaba lo elevado del precio del trigo, el pan
había llegado a niveles inalcanzables para la mayor parte de las
economías. La razón que se daba para aquella situación apuntaba
directamente hacia el acaparamiento de granos realizado por algunos
miembros de la elitista nobleza cordobesa, una de las más cerradas
de Andalucía, y por parte de algunos eclesiásticos.
Ante los
primeros signos de protesta, algunos de los alcaldes se emplearon con
particular dureza. Destacaron en este sentido Juan Adán y Bartolomé
de Porras, quienes incluso vejaban a los humildes por causa de su
extrema necesidad. Por su parte, el corregidor, vizconde de Peña
Parda se sentía ajeno a los problemas de los desvalidos y no tomaba
disposiciones que aliviasen la situación de los hambrientos. En
aquellas circunstancias, en la mañana del 6 de mayo una mujer, dando
gritos lastimeros y llevando en brazos a su hijo muerto por hambre,
recorrió las calles del popular barrio de San Lorenzo. Su imagen
conmovió a algunas mujeres, que comenzaron a increpar a los hombres
su indolencia y cobardía ante una situación de la que se
aprovechaban un grupo de especuladores, sin que las autoridades
pusiesen el remedio que el caso requería. Poco a poco, los ánimos
se fueron caldeando hasta que un grupo, exaltado por los improperios
de las mujeres, se armó como pudo: palos, hoces, guadañas y algunas
espadas, y se dirigieron a la casa del corregidor. En el camino, el
concurso de los que se sumaban a la protesta era cada vez mayor, con
lo que la algarada empezó a cobrar vuelos.
Peña Parda,
advertido por un propio de lo que acontecía, huyó de su casa y
buscó asilo en lugar sagrado, acogiéndose al amparo del convento de
los padres Trinitarios. Su huida acabó de encrespar los ánimos y
los revoltosos penetraron en su casa, que fue saqueada y robada —otra
vez el aliento de las mujeres fue determinante en la acción
emprendida por los hombres—. Muchos de los miembros de la nobleza
local y aquellos que eran conocidos acaparadores de grano siguieron
el ejemplo del corregidor y buscaron refugio en recintos sagrados. A
partir de aquel momento, la ciudad quedó en manos de los amotinados
a quienes, sin embargo, les faltaba dirección y objetivos concretos.
El motín había sido la respuesta a una situación de malestar
generalizado y al sentimiento que en un puñado de hombres inculcaron
las mujeres. No obstante, aquello fue suficiente para que explotase
la justa cólera popular.
Requisas de grano
Según
algunas fuentes, sólo el anciano obispo de Córdoba, fray Pedro de
Tapia, pudo ejercer un poco de autoridad en medio del furor desatado
de las turbas, que habían iniciado un sistemático asalto de las
casas donde la voz pública señalaba que había guardadas partidas
significativas de grano. Los amotinados lo tomaban y lo llevaban al
depósito y a la propia iglesia de San Lorenzo, que se convirtió en
un improvisado granero. Otras versiones señalan que los amotinados
obligaron al obispo a encabezar las manifestaciones y los actos de
requisa.
Algunos datos apuntan a que la cifra de los
amotinados alcanzaba varios miles de hombres. Se apoderaron de los
puntos fuertes de la población, establecieron guardias en las
puertas de la muralla y se adueñaron de los cañones que artillaban
el castillo de la Calahorra, situado al otro lado del Guadalquivir,
emplazándolos en el puente y en la puerta de Gallegos como medidas
de protección ante un posible ataque, ya que circulaba el rumor de
que el marqués de Priego y el conde de Cabra, cuyos estados
señoriales se encontraban en las tierras meridionales del reino,
estaban preparándose para atacar Córdoba.
Para organizar la
defensa, los amotinados concentraron grandes contingentes de hombres
armados en dos puntos de la ciudad: San Nicolás de la Ajerquía y el
barrio de San Lorenzo, que era de donde había partido el
movimiento.
Al caer la noche, la tensión era muy alta, circulaba
todo tipo de rumores y eran muchos los que manifestaban su deseo de
acometer a los que culpaban de la situación de miseria y de hambre
que padecía la mayor parte de la población. Para evitar males
mayores, el obispo logró que a lo largo de la noche numerosas
partidas de frailes recorrieran las calles de la ciudad, tratando de
aquietar los ánimos de los más exaltados.
A lo largo del día 7,
las turbas, dueñas de la ciudad, continuaron asaltado las casa de
las familias más acomodadas y prosiguió el descubrimiento de
importantes cantidades de grano acaparado por los especuladores
—entre ellos había numerosos clérigos y varios prebendados del
cabildo de la catedral cordobesa—, lo que no hacía sino excitar
más aún los ánimos de unas gentes que habían padecido hambre por
causa de los excesivos precios alcanzados por el trigo. Aumentaron
los rumores de que el marqués de Priego, al frente de un verdadero
ejército, marchaba sobre la ciudad para sofocar lo que ya se
consideraba una rebelión en toda regla, aunque sin objetivos
definidos: los gritos que se oían por las calles eran contra la
nobleza cordobesa, los clérigos acaparadores y el mal gobierno. Y
como en tantos otros motines de la España de los Austrias, los
amotinados repitieron una y otra vez el consabido grito de “Viva el
Rey, abajo el mal gobierno!”El 8 de mayo, el motín alcanzó
mayores proporciones, la ira popular se desbordó en acciones de
violencia incontrolada contra los bienes y propiedades de los ricos,
a la vez que los cabecillas, que surgían por todas partes, arengaban
a las masas, clamando para que se diese muerte a los potentados. Ya
no se trataba sólo del malestar provocado por el hambre, afloraban
sentimientos más profundos, consecuencia de largos años de
humillaciones, vejaciones e injusticias. Varios grupos de los más
exaltados, capitaneados por unos improvisados dirigentes, robaron los
palacios más suntuosos y se apoderaron de importantes cantidades de
dinero y de armas de fuego. La rebelión se había extendido por
todos los barrios de la ciudad y el número de los amotinados
alcanzaba la cifra de 6.000 hombres.
Pueblo
influenciable
Sin embargo, aquella fuerza fue incapaz de
dotarse de una mínima organización. Bastó que un prestigioso
caballero de la orden de Calatrava, Diego Fernández de Córdoba,
cuyo ascendiente sobre el pueblo era muy grande por la bondad de que
hacía gala, se dirigiese a las masas para que éstas depusiesen su
actitud, prometiendo el abaratamiento del precio del trigo a fin de
que la multitud pidiese su nombramiento como corregidor de la ciudad.
El obispo quiso aprovechar aquella coyuntura y se reunió en las
Casas Capitulares con un grupo de miembros de su cabildo
eclesiástico, varios de los priores de las órdenes religiosas con
conventos en la ciudad, un alcalde de casa y corte y algunos
regidores del cabildo municipal. Con el apoyo de aquella extraña
asamblea, logró vencer los escrúpulos de Fernández de Córdoba a
ser nombrado corregidor por aclamación popular. Fue el obispo quien
le entregó las insignias propias de su cargo en medio de los vítores
del pueblo y de fuertes descargas de arcabucería.
Los días
siguientes al nombramiento del nuevo corregidor, la ciudad vivió en
medio de una agitación notable, pero decreciente. Menudearon las
reuniones en las que los eclesiásticos desempeñaron un papel
fundamental, como era lo habitual en la España de los Austrias en
los momentos delicados desde el punto de vista de la tranquilidad
pública. Felipe IV confirmó el nombramiento de Fernández de
Córdoba y se libró la importante suma de 100.000 ducados para la
compra de trigo con objeto de abaratar el precio del pan. Con estas
medidas, los ánimos parecieron aquietarse un tanto, pero la tensión
era tal que bastaba el menor pretexto para que se produjesen fuertes
altercados, algunos de los cuales se saldaban con muertos. Una de
esas muertes encrespó al pueblo de tal manera que más de dos mil
hombres recorrieron las calles de la ciudad pidiendo la cabeza del
homicida, un caballero llamado don Felipe Cerón, y de otros
caballeros.
Todo apuntaba a que entre el pueblo de Córdoba
corría el rumor de que, una vez que los ánimos se hubiesen
aquietado, se tornarían represalias contra los cabecillas del motín.
Para tratar de poner fin a aquella situación, el obispo y el
corregidor obtuvieron del rey un perdón general que fue pregonado
por todas partes. Sin embargo, no fue suficiente para que cesasen los
problemas. Bastó, otra vez, un problema menor para que los vecinos
del barrio de San Lorenzo se congregasen al son de la campana de la
iglesia que daba nombre al barrio y decidiesen no acatar las
decisiones de las autoridades porque las consideraban injustas.
En
medio de aquel ambiente se llegó a las vísperas del 24 de junio,
festividad de San Juan, en que una multitud de campesinos de las
campiñas aledañas a Córdoba acudían a celebrar la festividad, que
duraba dos días, antes de que comenzasen las tareas de la siega del
grano. Las autoridades cordobesas tenían fresco el recuerdo de lo
acaecido en Barcelona, algunos años atrás, en el llamado Corpus de
Sangre en circunstancias parecidas. Para hacer frente a posibles
eventualidades, se armaron varias compañías de hombres que
vigilarían las entradas a la ciudad y desarmarían a los campesinos
que entrasen en ella.
Partidas de bandoleros
Estas
disposiciones surtieron efecto y la temida revuelta no se produjo,
pero un claro indicio de que algo se estaba tramando lo tenemos en el
hecho de que muchos de los cabecillas de los tumultos vividos de
comienzos de mayo abandonaron Córdoba y se echaron al campo, donde
constituyeron partidas que se dedicaron a ejercer el bandolerismo,
asaltando viajeros y caminantes, robando las haciendas y
entorpeciendo las comunicaciones de la ciudad con el exterior. Los
problemas que causaban llegaron a alcanzar tal entidad que hubo
necesidad de organizar numerosas partidas de hombres a caballo que
recorrieron los campos hasta que lograron poner fin a la situación.
Restablecida la tranquilidad a mediados de julio, el rey concedió el
20 de aquel mes un nuevo perdón, en el que se incluía a los que
tomaron parte en el que podemos denominar segundo motín.
Los
sucesos de Córdoba encontraron eco en algunas localidades de su
reino, donde, como hemos visto, los ánimos estaban muy excitados.
Sabemos que en Bujalance el 19 de mayo hubo un tumulto de gente de la
plebe que se juntó para analizar si se gobernaba bien o no.
Pero
pasado el turbión de los acontecimientos las aguas volvieron a su
cauce y como señaló Díaz del Moral: “... el reloj de la historia
volvió a marcar años, lustros, siglos, antes de que el pueblo
cordobés acariciara de nuevo la ilusión de ser dueño de su
destino”. El motín de Córdoba de 1652, conocido como el motín
del hambre, fue uno de los más llamativos levantamientos populares
ocasionados por la carestía y falta de trigo, que constituía en la
España de la época elemento básico en la alimentación de las
clases populares. Sin embargo, la explosión de cólera popular, que
surgió potente y arrolladora, carecía de mayores objetivos que el
de mostrar la crispación que había entre las clases populares como
consecuencia de las difíciles condiciones de vida, provocadas por
una política nefasta a la que se unían, con frecuencia dramática,
una climatología caprichosa y la aparición de terribles epidemias.
Aplacados los ánimos con medidas coyunturales, la resignación
volvía a ser la nota dominante entre el pueblo.Llama la atención
que en un entorno cronológico muy próximo las principales ciudades
andaluzas se vieran sacudidas por motines y levantamientos populares
que pusieron en jaque a las autoridades, las cuales se vieron
desbordadas para hacer frente a las situaciones creadas. Así ocurrió
en Granada, en 1648; en Córdoba, en 1652, y en Sevilla, en ese mismo
año, con el llamado Motín de la Feria, al igual que en numerosas
ciudades menores y pueblos de una extensa área de Andalucía. A
pesar de su extensión y de su intensidad, no existió coordinación,
ni hubo objetivos. Sólo en algunos casos hubo un cierto grado de
planificación previa, cuando el movimiento popular ya estaba en
marcha. Algún autor ha puesto de manifiesto el papel que en esa
planificación jugaron los artesanos del sector de la seda, cuya
presencia en muchas de las ciudades amotinadas era muy
importante.
Las mujeres, inductoras
El miedo que
se produjo en la corte ante un eventual movimiento secesionista en
Andalucía, estaba más relacionado con el temor que inspiraban los
acontecimientos vividos en Portugal y Cataluña, que con la verdadera
realidad del malestar existente en el mediodía peninsular. En todos
los casos, se manifestó en forma de levantamiento o motín, pero no
se aprecia intencionalidad política, ni otro tipo de planteamiento
que vaya más allá de la protesta por la situación existente. El
motín de Córdoba, de 1652, en el que las mujeres fueron un elemento
inductor decisivo, es un buen ejemplo de lo que afirmamos.
Córdoba
elitista e injusta
La ciudad de Córdoba, capital del
reino de su nombre, era una de las ciudades más populosas de la
monarquía de Felipe IV. Su población superaba los 40.000
habitantes, antes de ser atacada por la epidemia que asoló buena
parte de las tierras peninsulares a mediados del siglo XVII. Como
consecuencia de dicho contagio perdió la tercera parte de su
población en muy pocos meses, lo que le supuso un duro golpe.
La
nobleza local, que controlaba el gobierno de la ciudad, era una de
las más cerradas y elitistas de toda Andalucía y del conjunto de la
Corona de Castilla. Defendía celosamente sus privilegios de casta y
mantenía una distancia absoluta con las clases populares, que veían
en aquellos nobles engreídos la representación de los males que les
aquejaban. El clero era muy numeroso. Tenían asiento en la ciudad
las más importantes órdenes religiosas: dominicos, franciscanos,
agustinos, mercedarios, Jesuitas, etc., quienes aplacaban los ánimos
de los más exaltados, predicando la resignación cristiana como una
forma de aceptar la dura realidad que suponía le existencia
cotidiana para las clases populares. Hubo, sin embargo, clérigos que
alentaron la revuelta y tomaron parte activa en el motín que sacudió
la ciudad en 1652. En la cúspide del estamento eclesiástico se
encontraba el obispo, quien tenía a su disposición las importantes
rentas de la dicesis que eran unas de las más elevadas de España,
alcanzando la cifra de 40.000) ducados anuales.
Las clases
populares estaban integradas por una masa de trabajadores del campo,
que se ejercitaba en las amplias campiñas que se abrían al sur de
la ciudad, y en los artesanos que satisfacían la demanda de
productos de la población, destacaba el gremio de la seda y todas
las actividades relacionadas con el mismo; hacia 1650 había en
funcionamiento en la ciudad unos 200 tornos de seda y 1.750
telares.
Los Cabecillas
Entre los principales
dirigentes del motín cordobés nos encontramos con un individuo que
atendía al nombre de Francisco Antonio y que profesó como religioso
en el convento de San Agustín, tal vez, como forma de salvar la
vida. Un oficial sombrerero, llamado Juan de la Cruz, que fue
ajusticiado; era vecino de la parroquia de San Lorenzo. También
vecino de la misma e igualmente ajusticiado era Alonso Baptista. Dos
maestros tintoreros, uno de origen valenciano, llamado Joseph Duque,
y otro cuyo nombre era Antonio de Rojas, ambos pertenecían a la
collación de San Nicolás de la Ajerquía y fueron ajusticiados.
También fueron castigados otros cuatro hombres, con penas de azotes
y galeras, por resistirse a los alguaciles la víspera del día de
san Juan. Según un documento de la época, a estos castigados hay
que añadir otros seis que quedaron presos porque se hallaron en
dicha alteración y tumulto, señalándose con diferentes y
particulares inquietudes, a quienes se ha de dar el mismo castigo
—azotes y galeras— porque así resulta de los procesos que se van
ajustando.Fueron muchos más los dirigentes del motín, pero las
autoridades cordobesas tenían problemas para localizarles. Hay una
relación de hasta 33 individuos a los que se consideraba como
responsables de aquellos sucesos; 16 de ellos eran de la parroquia de
San Lorenzo donde comenzó el motín. La mayor parte eran artesanos:
herradores, sombrereros, aneros, carpinteros, carreteros, zapateros y
sastres. Había también un maestro de escuela, un boticario y el
casero de las monjas del convento de Regina.
Castigos y
fugas
Con el cuidado que el Consejo ha tenido de los
tumultos que se levantaron en algunos lugares de Andalucía parece
que se ha conseguido la quietud que se deseaba, ejecutando en los más
culpados los castigos que parecieron convenientes, y particularmente
en la ciudad de Alhama, que era lo más peligroso, donde el
licenciado don Gregorio Antonio de Chaves, oidor de la Chancillería
de Granada, a quien V. M. por estos accidentes nombró corregidor de
aquel partido, guiando la materia con prudencia y destreza, hizo
justicia de cuatro de los promovedores, ejecutando en ellos pena de
muerte y confiscación de bienes, castigando a otros dos con penas
corporales, con que aquella ciudad queda del todo asegurada la
quietud y obediencia, y será muy importante el ejemplo.
En la
villa de Ardales se tajaron bien los tumultos con el castigo que se
ejecutó en algunos de los más culpados, asistiendo a ello el
marqués de Estepa por su persona, con bastante prevención de gente
de su estado.., respecto de haberse entendido que los que fueron
condenados en ausencia y rebeldía andan inquietos en aquella comarca
y que podrían ocasionarse muchos daños si se juntasen con otros de
los que se hallaron en las inquietudes de aquella villa ha parecido
conveniente que V. M. usando de su Real clemencia se sirva de
despachar indulto para los vecinos de Ardales como se hizo con los de
Alhama, exceptuando algunos de los ausentes y rebeldes.., que por
este medio parece que se conseguirá la quietud... V. M. ordenará lo
que fuese más de su servicio. Madrid y mayo 7 de 1647.
CONSUL
DEL CONSEJO DE CASTILLA